Siempre que corremos, como solemos pasarlo tan bien, nos preguntamos por qué nos gusta tanto correr por el campo.
Correr no es solo una manera de mantenerse en forma o una excusa para mover el cuerpo y combatir el estrés apartándonos durante un rato de este vertiginoso mundo de prisas y agobios, sobre todo para nosotros que machacamos más el cerebro que el cuerpo en nuestros trabajos.
Sin duda, lo de correr por el campo tiene un atractivo añadido, unas circunstancias especiales que hacen de la carrera a pie algo más que un deporte.
Naturaleza y deporte “hacen buenas migas”. Por eso, quien tiene la naturaleza cerca de casa (vías verdes, grandes parques, montañas, lagos, ríos, playas…) puede decir, sin miedo a equivocarse, que tiene un gran tesoro en lo que al correr se refiere.
No es lo mismo correr por asfalto que correr por el campo. Las sensaciones son distintas, no solo por el terreno donde pisas, sino también por lo que te rodea. Da igual que sea un camino de tierra, una senda en medio del monte, al lado de un río o a la orilla del mar.
No es lo mismo pisar por donde lo hacen cientos de personas (y de vehículos) que correr pisando caminos, veredas o sendas que solo pueden transitarse a pie, en bicicleta de montaña o a caballo.
No es igual correr al lado de un río que hacerlo junto a edificios, naves industriales o avenidas colapsadas.
No es lo mismo ver como a tu paso corren animales (conejos, perdices, liebres, lagartos, serpientes, zorros…) que tu paso tenga que frenarse ante ciertas máquinas o aparatos (semáforos, coches, motos, camiones…)
No es igual. Las sensaciones no son las mismas.
Sin embargo, quien corre habitualmente, con independencia de por dónde lo haga, experimenta un placer enorme. También es cierto que para que eso se produzca es necesario “acostumbrarse” a correr. Y no puede hacerse de repente, sino poco a poco, lo suficientemente despacio y de forma progresiva como para que correr no suponga un sufrimiento. No se puede pretender correr durante una hora seguida si no se ha corrido nunca antes.
También sabemos que al correr se liberan endorfinas (péptidos -pequeñas proteínas- derivados de un precursor producido a nivel de la hipófisis, una pequeña glándula ubicada en la base del cerebro) y que esas endorfinas producen sensaciones de bienestar, vitalidad y alegría, además de un efecto sedante similar al que genera la morfina.
Pero esas explicaciones, aunque ciertas, son solo científicas.
Este domingo, quizá, experimenté en mis propias carnes otra de las razones de por qué disfrutamos corriendo.
Desde las doce de la mañana del jueves hasta las once de la noche del sábado recorrí en coche unos 1.700 kilómetros. De Ciudad Real a Ourense, de allí a Pontevedra, más tarde a Sanxenxo (y alrededores) y de vuelta a Ciudad Real. A ello hay que añadir que las horas de sueño fueron pocas y que la ingesta de comida y bebida fue excesiva.
A pesar de todo, Jorge y Luis habían quedado el domingo a las 8:30 de la mañana en Valverde para correr por el campo y yo no podía perdérmelo.
Me costó levantarme más de lo habitual. Aunque estaba feliz, como siempre, también estaba bastante cansado. Empezamos a correr por la misma ruta que hicimos el martes (día de Castilla-La Mancha). Jorge y yo queríamos que Luis viera lo que habíamos “descubierto”. Hasta que llegamos al volcán de Peñarroya todo fue genial (incluso lo subimos corriendo de un tirón y a buen ritmo). La bajada a la laguna, excelente. Allí Jorge –que está fuerte como un toro- nos “invitó” a seguir por un camino que salía hacia la derecha. Luis se despidió para volver por sus propios pasos y yo, que soy de personalidad débil, no pude negarme. Corrimos, subiendo y bajando por donde nos permitían las vallas que nos encontrábamos a ambos lados, hasta que decidimos parar y echar un bocado. Llevábamos recorridos casi trece kilómetros. Justo antes de parar sentí que las fuerzas se me acababan. Después de un gel, una barrita y un buen trago de agua, nos dispusimos a volver. No hicimos más que empezar y noté que las fuerzas no habían vuelto. Traté de seguir, pero me costaba mucho trabajo, casi no podía. Mis pulmones tenían aire suficiente, mi corazón no necesitaba bombear con demasiada fuerza y, a pesar de que tenía un ligero dolor en el pie izquierdo (una posible fascitis plantar), la molestia no me impedía correr. Sin embargo, no tenía fuerzas; lo que se denomina, en el mundo del ciclismo, una "pájara". Jorge seguía fuerte, así que le dije que continuara, que yo andaría un rato para ver si el gel y la barrita hacían efecto. Él siguió y yo me quedé atrás. Andaba en las subidas y trataba de correr en las bajadas, pero la fuerza no llegaba. Incluso me costaba bajar. Estaba pesado. Y aún me faltaban unos diez kilómetros para llegar.
No estaba disfrutando. Solo, en mitad del campo, pensé que si mi corazón y mis pulmones funcionaban perfectamente y mis piernas no me dolían no tenía sentido no disfrutar. ¿Qué me pasaba? No podía correr, pero podía andar sin problemas. Me faltaban fuerzas, pero tenía suficiente brío para andar a buen ritmo. ¿Dónde estaba el problema? El paisaje de vuelta tenía la misma belleza que el de ida (¡¡¡era el mismo!!!). Y a la ida, sobre todo al subir hasta el volcán, mis pulsaciones eran mucho más elevadas, los cuádriceps me dolían y me faltaba la respiración. ¿Por qué antes, sufriendo más físicamente, disfrutaba y ahora no? ¿Por qué esa contradicción? Las endorfinas tenían que estar ahí ¿Por qué no hacían su trabajo?
Fueron veinticinco kilómetros en total, diez de ellos sufriendo (sobre todo desde un punto de vista psicológico), unas tres horas desde que empecé hasta que llegué al punto de partida. Llegué absolutamente cabreado por no haber podido correr durante todo el trayecto, por haber fallado, por no haber conseguido ese día mi meta .
Entonces lo vi claro. Justo al llegar supe que la conseguiría otro día y que, en realidad, había conseguido otra meta, como casi todos los días. Los diez kilómetros de “sufrimiento” no caerían en saco roto, servirán para aprender, como entrenamiento para los malos momentos –que también los hay- esos momentos que justo al terminar se olvidan y, como por arte de magia, se transforman en alicientes que hacen que lo conseguido se valore en su justa medida.
No importa que sufras, que creas que el corazón no da para más, que tus gemelos, soleos, cuádriceps o bíceps femorales sientan punzadas como si les clavaran puñales, que no puedas hablar, que tu respiración se entrecorte y tengas que abrir la boca para que entre todo el aire posible o que parezcas un animal herido cuando lo expulsas como a borbotones. Nada de eso importa si consigues lo que te propones, con independencia de lo que te cueste.
Esa, quizá, y no otra, es la razón por la que disfrutamos tanto corriendo: sentir que podemos hacerlo, que nos superamos, que los límites están cada vez más allá, que nuestro cuerpo responde más de lo que esperábamos, que todo es posible, que nada es imposible.
Eso es lo que nos hace felices corriendo. Cada uno a su nivel. Unos corriendo un desnivel mayor, durante un minuto más o un segundo más rápido. Otros siendo los mejores. Algunos no siendo los peores. Todos siendo un poco mejor que ayer, la semana pasada o el mes anterior. Eso es lo que nos hace disfrutar: conseguir nuestras pequeñas, medianas o grandes metas deportivas, porque cada día que salimos a correr, sin proponérnoslo, nos fijamos un nuevo reto. Lo de sufrir es lo de menos.
En este mundo todo es relativo. Correr por el campo, o fuera de él, no podía ser menos.