Canelones de tupperdelcurro.es |
Agua nueva que ayer era nieve nutre arroyos cantarines, verdes brotes adornan las veredas de los caminos por los que pasa el correcampista embelesado en el paisaje que cambia, embebido en aromas primaverales.
Asoman las calores.
Es hora de dejar atrás los cocidos mastodónticos, los pucheros de judías pintas con guarros enteros dentro cocidas al suave amor de un leño casi consumido, los guisos que arrebatan el paladar y adormilan el vientre, los asados cárnicos (piernas de cordero, conejos especiados, lomos de enormes bichos...) que huelen a antiguo y levantan el ánimo de los esforzados que se esfuerzan y por ello se cansan, como es lógico.
Ahora ya hay que ponerse ciego de comer, nada de regímenes, no podemos bajar la guardia justo ahora si no queremos parecer atletas de verdad embutidos en nuestros coloridos polipropilenos y exiguas prendas terriblemente técnicas.
Y la delgadez llegará -si no le ponemos solución- porque ahora entrenamos más tiempo y más fuerte con el miedo a lo que se nos viene encima. Hay que evitarlo a toda costa, como evitan el agua los CxCs originales.
Inevitablemente ha de llegar una nueva ReCxCeta que nos devuelva al buen camino, al ensile metódico, al inflarse dejando a un lado el argumentario de la lógica deportiva, a ser, en fin, ceporceses.
La llegada del buen tiempo trae a las mesas del deportista (y a las de este club también) un montón de amenazas en forma de paisaje bien en plato, bien en vaso. Ensaladas, gazpachos, zumos de fruta, ensaladillas, cremas frías... ¡el puto apocalipsis del paisaje comestible, el demoño!
Ojo, no digo yo que una buena ensaladilla rusa o un capacho de cogollos de Tudela con salmón fumao y sal maldon sobre capa de reducción balsámica de vaustéasaberqué sean malos pero -¡ATENCIÓN!- como aperitivos, nunca -¡NUNCA, JODER!- como plato principal. Que los frescos atractivos de la verde hoja y las bayas aderezadas con vinagres antiguos no desvíen nuestra atención de los torreznos saladitos, de los chorizos a la sidra, de las magras con pisto, de la vida, amigos. Lo digo desde la experiencia, que una vez me tomé un gazpacho de la señora Concha (“Hola madre”) que de tan bueno casi, casi, me quita las ganas de echarme una Perlembacher pal coleto. Pude reaccionar y después de medio litro del maligno bebedizo con tropezones me di sin tino al líquido elemento llegado desde las entrañas de la germania aquella. ¡Qué mal rato! Dos montados de jamón con queso manchego curadito me tuve que tomar para aliviar la pesada carga de la culpa sobre mi alma pecadora.
Si el invento pantagruélico que hoy presentamos cayera en manos de un vegano -Perry no lo quiera- se le convertirían al instante en ceniza negra antes de desaparecer como a los vampiros de los flines. Esto se lo come alguien que no esté acostumbrado y lo mismo fallece, es el responsable último de que los curas de pueblo sean gordos, es la perfección hecha canuto. Y está bueno que te orinas encima.
Si alguien está leyendo y se encuentra a plan (tiene que haber degenerados de todo tipo) que retire de inmediato los ojos de la pantalla. No sos lo digo más.
Antes de ponerse a preparar el engendro saciante sería una idea formidable hacerse con pasta para canalones (el tamaño da igual, que estáis obsesionados con el tamaño), carne picada (ternera, cerdo, jabalín, marmota, gremlin o lo que sea) pechuga de pollo, el puñetero bote más grande y barato de algo parecido al foigras que encontréis, cebolla, pimienticoe, vino blanco, ajos, tomate frito y lo necesario para hacer bechamel. ¡Ah! ¡Y queso rallado, no sea que le quepa alguna caloría más!
Se empelota uno, se pone el mandilón que le hizo su hijo para el Día del Padre con manotones de colores, se abre una Perlembacher y se lanza al trabajazo.
Lo primero es cocer convenientemente los canalones en mucha agua con sal. Toda vez que esta vida que llevamos es un estrés fatal aprovecharemos el tiempo de cocción para alicatarnos otra Pelermbacher debatiendo internamente asuntos mundanos como un “¿deberíamos poner un cuadro en el hueco aquel?” o el “endebé la vecina cómo se ha dejao, lo gorda que sa puesto, ¡otia que me ve!”.
Cocidos los cuadraditos de pasta procedemos a echarlos sobre un trapete limpio que no suelte pelusilla.
Troceamos la cebolla finérrima al igual que el ajo y los pimientoe que pasamos a pochar con la tranquilidad del hombre que tiene el alma en paz.
Mientras se pocha lo pochable troceamos la pechuga de pollo y la añadimos a la carne picadita. Cuando el poche esté pochado (sí, lo se, me estoy pasando con la pochez) agregamos los productos cárnicos de la tierra a fuego vivo, les damos un meneo y agregamos un vasejo de vino blanco. A la que la chicha se embeba con el vino, forjamos el material añadiendo el foigras. Una vueltecita más y el hormigón está pertrechado.
Ahora viene lo fácil. Sacamos un recipiente ad hoc, lo untamos con tomate frito y colocamos los canutos de pasta llenos hasta el colodrillo del emplaste cárnico. Le echamos por encima la bechamel -me niego a decir cómo se hace-, queso rallado y al horno.
Nos echamos otra cerveza, que esto va fenóneno y hay que esperar a que la cosa se dore.
Sacamos y emplatamos a la manera tradicional, quicir colocando los canutos en vertical hacia el comensal (que él es un moderno y los quiere poner en algún ángulo antinatural, allá él).
Por último un truco en forma de recomendación: Conviene hacer firmar a los comensales una suerte de pliego de descargo de responsabilidad para evitar problemas mayores.