Aunque casi no se ve, en la foto hay un círculo rojo y, dentro, está Jorge. Una muestra para ver el inmeso paisaje que disfrutamos. |
Antes de llegar a Asturias ya teníamos en mente hacer la RUTA DEL CARES corriendo. No obstante, no sabíamos si seríamos capaces de sacar un “rato”, ni si nuestras contrarias estarían dispuestas a quedarse con las fieras mientras nosotros nos íbamos de ruta, que para el caso es como si nos fuéramos de juerga, aunque sin copas, humo, ni gasto alguno, salvo el energético o calórico, el temporal y el de las zapatillas…
Tuvimos suerte y nos regalaron un mañana para nosotros (¡¡¡muchas gracias, reinas!!!). A pesar de ello, para no ser abusones, quedamos a las siete y media de la mañana para desayunar: café con leche, sobaos y unas tostadas que nos hizo Luis, el marido de Deli, de la Casa Rural “El Molino”, nuestro alojamiento en Arenas de Cabrales (muchas gracias desde aquí también a vosotros por vuestra hospitalidad, vuestra simpatía y… vuestra fabada, claro).
Cogimos el coche y nos dirigimos a Poncebos, donde comienza la ruta de 12 kilómetros hasta llegar a la población de Caín, donde termina (o viceversa).
Aquí se puede comprobar la orografía de la ruta |
Sobre las ocho y veinte nos pusimos las mochilas y empezamos a correr. La primera parte (un kilómetro y pico) es durilla, con una importante subida que hicimos a muy buen ritmo, aunque andando, al no saber si las fuerzas nos respetarían no solo para ir, sino también para volver, es decir, para realizar los 24 kilómetros sin sufrir demasiado. La duración estimada de la ruta (ida y vuelta) si se hace andando es de entre seis y siete horas.
El principio de la subida es algo abrupto y bastante seco, pero después, comienza un auténtico espectáculo natural digno de ver en un recorrido prácticamente llano.
Cuatro cabras. Una de ellas con mochila y reloj con gps. |
La ruta atraviesa los macizos central y oriental de los Picos de Europa y discurre por un desfiladero por donde corre el río Cares. El camino está literalmente escavado en la roca desde principios del siglo XX. Se mejoró en los años 40 y se trata de una obra de ingeniería civil para aprovechar la riqueza hidroeléctrica en la central de Camarmeña, siendo la vía de comunicación más cercana entre los pueblos de Caín (León) y Poncebos (Asturias) separados, sin embargo, por más de 100 km. de carretera.
¡¿Es bonito o no?! (el paisaje, claro) |
En uno de los túneles |
En ocasiones la senda discurre al lado de la conducción de agua construida para la central hidroeléctrica, otras veces por túneles húmedos y oscuros que hacían las delicias de dos chalaos como nosotros y la mayoría por repisas de piedra que nos ilusionaban al hacernos creer que corríamos por sitios que nadie más había pisado.
También hay que cruzar dos puentes, el de Bolín, donde se cruza el Cares a gran altura y, posteriormente, el de Los Rebecos.
Además, como el cielo amenazaba lluvia, salimos temprano y nuestro ritmo era más rápido que el de los demás, fuimos todo el camino solos, salvo a un matrimonio que adelantamos en la salida y unos cuantos que nos cruzamos casi al final. ¡Una auténtica gozada!
Pasadas las nueve y media de la mañana, llegábamos a la zona más angosta del recorrido, a la presa de Caín, donde empieza a abrir el valle y se ven las primeras casas del pueblo. Llegamos chorreando de sudor, como si nos hubiésemos metido en el río (el viento no corre mucho por el desfiladero y la humedad es alta).
Paramos en el primer bar que vimos abierto, donde tomaban café unos cuantos paisanos del lugar. Nada más vernos, uno de ellos exclamó - ¡Coño! ¡¿Venís corriendo?! pero… ¿a qué hora habéis salido?.
- Hace, exactamente, una hora y diecisiete minutos – Dije mirando mi reloj, como si la cosa no tuviera importancia alguna.
- ¡Cagüendiossss! ¡Una hora y diecisiete minutos! – Dijo sorprendido el de mayor edad.
En ese momento me quité la camiseta (sin que nadie se desmayase, por cierto) y la retorcí para darle mayor expectación al momento, consiguiendo licuar algún decilitro que otro de sudor puro y duro (limpico, eso sí, de recién duchado esa misma mañana...).
A la vez, Jorge me preguntaba si tenía hambre. – Toda – Le dije. Extendí la camiseta sobre una valla, a la vez que el señor Cainita (o de Caín) le decía a la concurrencia –Eso no seca, eh… Sí se nota que venís corriendo, sí… no como otros que veo yo que echan a correr desde ahí mismo, desde el puente; dicen que vienen corriendo… y llegan secos… Una hora y diecisiete minutos, cagüendiosss – seguía compartiendo el señor con admiración.
- Sentaos aquí, muchachos, y tomad algo que recuperéis fuerzas, que tenéis que venir reventados…
En ese momento salía Jorge con un Acuarius, un zumo de naranja y una caña de chocolate para cada uno.
Nos bebimos aquello de dos tragos, nos comimos la caña de tres bocados, nos echamos a la espalda nuevamente las mochilas y nos despedimos de aquellos simpáticos lugareños para correr el camino de vuelta. No habíamos dado cuatro zancadas cuando a nuestras espaldas oímos: cagüendiosss, una hora y diecisiete minutos… cagüendiossss…
No sabemos por qué, pero la vuelta resulta distinta a la ida, parece que el camino es otro, igual de espectacular, pero otro.
Ves otras cosas, otra perspectiva, tienes otras sensaciones e, incluso, parece más peligroso, tienes más sensación de vértigo. Otros doce kilómetros de disfrute total…
A veces las vistas y las sensaciones son alucinantes |
En el camino de vuelta, como ya era más tarde y había mucha más gente haciendo el recorrido, vimos y sentimos de todo. La mayoría eran unos secos que, si no les saludábamos, ellos no nos decían ni “mú” (Jorge decía que era por mí, que soy muy feo), aunque cuando pasábamos se nos quedaban mirando de dos formas distintas, según fueran españoles o extranjeros. Los primeros nos miraban con cara de decir: “menudos chalaos… ¿a que se caen los gilipollas?, serán venaos…”. Los extranjeros, sin embargo, nos miraban con una mezcla de respeto y admiración.
Hubo algunos que nos inmortalizaron con sus cámaras fotográficas y, otros, hasta nos aplaudían y nos animaban como si les hiciera ilusión vernos correr por allí.
Para los foráneos éramos atletas, para los nacionales cortos de mente… Así son las cosas.
En cualquier caso, nos queda la ilusión de habernos convertido, quizá, en leyenda, gracias a la admiración que despertamos en aquel paisano del bar (llamémosle PELAYO), siendo la causante de aquella exclamación espontánea e incontrolable que jamás olvidaremos: ¡¡¡Cagüendiosss, una hora y diecisiete minutos…!!!
Estas son las típicas cosas que, con el tiempo, se exageran. Pelayo, a la semana de haber sucedido lo que os contamos le referiría a otro paisano que una mañana habían llegado corriendo desde Poncebos dos chavales que, a pesar de tener barriguita, habían recorrido los doce kilómetros en poco más de una hora y, un mes después, aquél le diría a otro que dos atléticos jóvenes habían tardado menos de una hora en completar la ruta para que, otro mes después, ése dijese que dos atletas (al parecer, olímpicos) no habían tardado ni media hora en recorrer los doce kilómetros que separaban Poncebos de Caín… Pues, que no os engañen, fue una hora y diecisiete minutos a la ida y una hora y once a la vuelta, ya que el desnivel era menor en ese sentido. Menos de dos horas y media de auténtico disfrute del bueno.
Os la recomendamos a todos: a los que corráis, a los que andéis y a los que, como nosotros, disfrutéis como guarros en un charco haciendo deporte por el campo.